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la inteligencia es salvarlo todo

2 de la madrugada: te acababas de ir dejando un rastro de pisadas absurdamente delicadas hacia la salida de emergencia. ¿Cómo entender el abandono cuando emergían de tus dedos palabras irreconciliables con la partida?


Con la luz apagada las lágrimas sonaban más amargas, el dolor se prometía más privado y un eco inhabitado como de otros tiempos, en los que la felicidad se intuía remotamente corpórea, me recordaba que dije muy bajo todo lo que sentí para que todo lo que reverberase después del final fuese inaudible. 


Había pronunciado tantas veces tu nombre, a saber: a duras penas como reclamo incomprendido, incesante como quien descubre, con la virtud paulatinamente desarrollada, que el vocativo es de una belleza tan precisamente custodiada que pareciese haber estado esperando sin desgaste a ser usado en mis manos; con una trascendencia sólo imaginable para quien te observa confesandote humano... que suponer ese compendio de letras, esa amalgama de significado, ese ser intangible por encima de la lógica, siendo esculpido con una fingida delicadeza por otras lenguas, era de una vulgaridad tan extrema, tan sumamente atropellada, tan acaso carente de valor alguno; que aunque francamente superado por la imagen que se recreaba sin piedad en mi cabeza pude llegar a comprender, en una extraña suerte de lucidez, que el significado único y último que se le da a lo absoluto acaba siendo de uno, no por derecho o reivindicación, acaba siendo de uno porque al perderse sin contestación a uno pertenece, en uno pervive, en uno muere. 


Esa noche te seguía llamando. Ni siquiera recuerdo si lo hacía con el destierro en la garganta o con el corazón en la memoria. Aquellos alaridos de ausencia nunca colmada estrangulaban el espacio y un pasado aún sin digerir me visitaba con cada bocanada de aire en las que conseguía articular la negación de una evidencia: te habías ido. Hubiese sido más fácil asimilar el portazo, una huída sin recelo hacia lo vivido, la ausencia sin las ausencias que nos supondríamos a partir de aquel entonces, el adiós meditado... pero nunca la lucha exhausta por lo que nos había merecido cualquier desgaste hasta ese momento, no la rendición a los contratiempos, no la mirada que intuía impasible a través de la ventanilla de aquel tren del que adelantaste la hora y que me anunciaste a las 12 (pero que nunca acabó saliendo), nunca la melancolía de intentar obviar lo que pudo haber pasado si me hubiera rendido a lo inevitable.  


Así que volví a tratar de esquivar el final, apuré las últimas negativas sin esperanza, pero recordándome que a veces también se lucha por lo imposible, aún a sabiendas de que también se pierde lo que se lucha. Y concluí, tras una noche a la que me prohibo recurrir, que: mientras hubiese amor, habría vida; mientras hubiese vida, una posibilidad. 


Al fin y al cabo la culpa de todo la tuvo el temporal, el blanco virgen de los tejados, las manos rojas que ya imaginaba perdidas, las veces que pasé debajo de tu casa por si la luz de tu habitación seguía encendida, los impulsos de entrar al segundo cuarto del pasillo a la derecha, la persistencia en obviar el desenlace, los 30 minutos a las 9 de la noche en los que por primera vez el tiempo me pareció suficiente, la felicidad que fingí para que recordaras que valía la pena, la felicidad que no tuve que fingir tras la pregunta que me formulaste. Todo eso tuvo la culpa de los vuelcos que di a las emociones hasta que te vi aparecer 600 metros más allá del asfalto que nos inundó la primera vez. 


Y entonces nos abrazamos como si la pérdida fuese ya lejana, hecha de un humo amarillo que se vislumbraba sin importancia, como si ignorásemos la pérdida futura o quisiésemos recomponer los pedazos antes de que un aliento mutuo nos fuese arrebatado. 


Resurgimos sí, aún no te sabría decir si indemnes, tras el abrazo.


Poco importa lo que vino después, si descendí alguna que otra vez a buscar la poesía, si fui capaz o no de releer aquello que nos dijimos, si bastó el querer, si pudimos ser minuciosos en las respuestas, si pudimos tan sólo ser... 


Sé que comulgué con el destino, sentí aquello con lo que la vida me iba bombardeando, me traspasó la piel la pena, jugué con la felicidad, sentí... Al final lo que perdura es abrazarlo todo. 







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