Tengo miedo.
Estoy a punto de testificar.
Es un miedo incoercible
que anida en mis ojos cada vez que te despides,
que se atraganta en la memoria si se ciernen últimas veces.
Tengo miedo y no sé que voy a declarar.
Podría decir la verdad
y acabar alejándote porque eres incapaz de soportarla.
Te resulta demasiado pronto,
demasiado precipitado...
Entonces, despedazo las palabras que te diría
y selecciono con meditada cautela qué manías
usaré como salvoconducto para seguir entendiéndote.
¿Hay un tiempo para sentir?
¿Hay un sentimiento que detenga al tiempo?
Si lo hubiese
debería ser algo así como la nana que me susurro a mí mismo
hasta quedarme dormido plácidamente.
"Te quiero, te quiero, te quiero..."
Aunque tú no lo hagas.
Te quiero.
No sé si como salvoconducto,
como tregua inconsciente,
como las piernas recorriendo los últimos metros del patíbulo
o como las manos arrullando al sueño.
Estoy siendo sincero,
no te pido que tú lo hagas
-quererme-.
Nunca te lo he pedido.
Me duele
[pero nunca].
Me dolería más que un día lo hicieses
y luego dejases de hacerlo,
que no lo dijeses porque
sabes que dejarás de hacerlo,
que es efímero,
que duraremos lo que dura un pestañeo,
que seremos invisibles al tiempo.
Yo también tengo miedo de dejar de hacerlo,
necesito enjaular la certeza de una reciprocidad
y admirar su aleteo inestable pero incesante
mientras se desborda la gasolina
y yo me presto cocainómano por aspiración.
Podría mentirte por otra parte...
y no sería mentirte.
Camuflar con especulaciones las certezas,
empañar los cristales,
desmembrar la metáfora,
hasta que recites -por vocación y no por costumbre-
el padrenuestro de nuestros suburbios,
las líneas empañadas,
los recuerdos desmembrados,
las intenciones camufladas de futuro.
Necesito que lo hagas.
Es un poco enfermizo,
pero cuando lo haces me lo repito
para que no se me olvide.
Me cuesta saber qué sientes si estás tan lejos.
No sé construir desde aquí.
Solo me baño en las dudas de qué sentirás mañana
y en las advertencias de fin de trayecto si acaso estuvieses.
Ahí es cuando finjo que la detonación es inaudible y
me enfrasco en la lectura dolorosa
de algo que nunca nadie escribió para mí.
Sobrevivo por la inercia de saber que lo estoy haciendo,
me recojo por las noches y me dejo en la cama
sabiendo que mañana tampoco estarás en el banquillo de acusados.
Me froto la pena con estropajo
y me limpio el sudor en el bolsillo de los pantalones.
Ya no tengo miedo de testificar.
No me quieras si eso te hace quedarte.
Te querré por los dos.
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